Bebida para un casamiento
-La persistencia de la zapotequidad-
Por Jorge Magariño/ #Istmopress
Dieciocho mujeres, entre casadas y casaderas, componen el cortejo invitado por Na Carmen, esposa del maestro César, para ir a dejar los panes y chocolates (bebida que le llaman) con los cuales se habrá de refrendar el compromiso para que Reyna y su marido acudan como padrinos de velación al casamiento inminente de Vicente y Rubí, jóvenes profesionistas de este pueblo acostado al pie de un cerro erguido frente a la Laguna Superior, cerro-mirador desde cuya cima se puede ver la extensa llanura istmeña.
Las mujeres, algunas vestidas con enaguas, otras –las menos- enfundadas en coloridas faldas y blusas, avanzan en medio de risas sobre el camino tendido hacia la mar, llevan apresadas junto a sus caderas, sobre sus cabezas, palanganas de diversa forma y tamaño, de peltre o plástico, en cuyo interior reposan felices las dulzuras a entregar.
Cuando llegan al domicilio enclavado casi a la salida del pueblo, una joven señora salida de la casa corre presta a deslizar el pasador de una sencilla reja, por donde pasan dejando tras de sí una olorosa y dulce estela. Avanzan por una corta vereda y son recibidas por un grupo de personas, encabezadas por la dueña del lugar.
Con una amplia sonrisa, Soledad, Lety, Angélica, Lourdes, Maribel y Johny –un muxhe vecino-, invitadas por la bella anfitriona, reciben el ofertorio y lo colocan al pie de un pequeño altar, que así es la costumbre. Una mujer de avanzada edad entrega a Reyna dos velas blancas y un par de ramos de coloridas flores. Las visitantes ocupan las sillas dispuestas para el caso, reciben un refresco –cuya tapa ninguna desenrosca-y comienzan una breve plática susurrante (El señor de la casa mira la antigua y deslumbrante escena como un intruso, desde la cocina. No es necesario que estés –le ha dicho su compañera- esto es un asunto de mujeres).
Cuando todas están ya en sus lugares, Na Marbella Baldu, que tal es el apelativo de la mayor de ellas, saluda y habla en esa brillante lengua que es el zapoteco, el diidxazá: “Vengo en nombre de Na Carmen, esposa del maestro César, padres de la novia que ustedes van a apadrinar. Nos ha enviado para traerles este pequeño cariño, modesto, al alcance de sus posibilidades económicas”.
(Por razones que escapan a la intención de esta relatoría, los padres de Vicente, quienes debieran ser los responsables de este envío, no han querido participar en los preparativos del casamiento, por ello, la mamá y el papá de Rubí asumieron el compromiso, para cumplir como Dios y la tradición mandan.)
Las breves frases constituyen todo el mensaje emitido por la matrona, quien recibió el encargo de encabezar al grupo de emisarias del reino de los panes y los chocolates. Viste ropas oscuras, producto de un reciente luto, ella es amiga de Na Carmen, elegida por ser gente de respeto, seria, responsable, justo para el caso.
La dueña de la casa solo responde con un “gracias, muchas gracias, díganle a Na Carmen que estoy muy agradecida por el envío”. Luego de este corto intercambio de palabras, la ceremonia termina. Corto el diálogo, larga la añoranza. Enseguida las invitadas de Reyna comienzan a repartir entre las visitantes canastos tejidos de carrizo, con un evidente aroma silvestre. La mujer de casa se ha esmerado en buscar el regalo apropiado para la ocasión. No quiero darles una enorme tina de plástico, dijo hace unos días, cuando invitó a Lourdes y Maribel, sus hermanas, para que la acompañaran a mercar los obsequios.
Han pasado apenas unos cinco minutos de la repartición de los canastos cuando la mujer mayor se levanta de su asiento y dice: “Bueno, gracias, mamá, ya nos vamos ¿eh?” A esta señal las demás personas también dejan sus lugares. Las venidas del Norte del pueblo enfilan el camino de regreso, colocan la canasta en su costado, justo sobre la cadera, y meten el brazo derecho dentro del fresco recipiente, para apretarlo. Entre comentarios que ya no se alcanzan a descifrar se alejan para ir a entregar las cuentas de su encomienda.
Entre tanto, en la casa, las hermanas baten felices el chocolate del festejo, que es entregado a las acompañantes en tazas venidas de Atzompa (Za’mpa’, en el zapoteco local), ubicado en la periferia de Oaxaca, a doscientos treinta kilómetros de aquí. Junto al espíritu del cacao chiapaneco, Johny y las demás reciben una rebanada de torta za, el espléndido pan mantecado traído por las enviadas de Na Carmen.
En ese momento, Soledad, nuera de Na Vicenta José, la dueña del famoso comedor de este pueblo, con sus cuarenta años recién cumplidos comienza las labores de contabilidad doméstica, enumera los productos y concluye: “Veintiún pesos es lo que mandaron de bebida, bien cumplido el compromiso. Siete pesos de chocolate, a razón de treinta y dos piezas por cada peso. Siete pesos de torta za, a ocho panes el peso. Y siete pesos de largos de marquesote, puestos a dieciséis tantos el peso. Muy bien, muy bien”.
La pequeña Nuria pone los ojos como platos de Atzompa, grandes y brillantes, para luego exclamar: “¡Pero cómo, acaso cuesta veintiún pesos todo eso que trajeron!”.
Y Reyna, su mamá, le platica que esos son modos tradicionales de contar, modos venidos de hace mucho tiempo, mucho, acaso cien años atrás, cuando, en efecto, tales alimentos tuvieron un costo real de tal cifra, pero que hoy, no importa cuánto ha pasado, no importan las limitaciones causadas por recurrentes crisis económicas, devaluaciones, inflación y demás, la gente del pueblo, de Juchitán, de Unión Hidalgo, Colonia Álvaro Obregón y otros lugares, sigue valuando con aquellos precios, porque es parte de la tradición, porque es parte de nosotros, porque así es como queremos seguir siendo.
El viento del ombligo de noviembre seguramente esparce estas viejas palabras, dichas en boca joven. El intruso, mirando desde la cocina, recuerda entonces unas líneas escritas por un Bonfil Batalla, sabio él, diciendo que las mujeres son las grandes mantenedoras de la tradición. El observador concuerda, las mujeres son el muro que resguarda lo que de valor tiene lo antiguo, el alma de las cosas y actos que permiten a esta gente continuar con su ombligo atesorado en la olla de barro zapoteca.
Santa María Xadani, noviembre de 2015.