Huera Tana – Cosas de Xadani 9
Por Jorge Magariño / Istmopress
Aunque sus ojos brillan, reflejando la luz de las lámparas que iluminan el verde patio del Flaco Sarabia, la mirada dice otra cosa. Se pierde en la noche del recuerdo, busca ahí donde el dolor pervive, se agazapa como un gato montés a la espera del momento oportuno para lanzar el zarpazo infame, garra abierta para hundir su filo y rasgar, para no dejar escapar esa noche, ese minuto que parecía no acabar, esa danza infeliz del terremoto del siete de septiembre.
Javier, su marido, que recién llegó de Reynosa, Tamaulipas, donde estuvo trabajando a lo largo de todo un año, le acaricia el hombro derecho y trata de sonreír, pero le sale un gesto lamentable. Por eso, Mariá, la Huera Tana, le suelta un reclamo que acaso trae alguna discusión cercana.
No es lo mismo, le dice, no puedes hablar de lo que no viviste, nadie puede hablar de lo que no sintió, del miedo metido en todo el cuerpo, de las ganas de correr para salir de la casa, pero que el terrible movimiento de la tierra impedía.
Por eso te lo digo, tú no sentiste nada, tú no viste cómo mis pies querían dar un paso para salvar a mi hijo. Yo sabía que no tenía ningún sentido gritar pidiendo ayuda, romper mi garganta para que algún vecino me ayudara. Yo sabía que todos también estaban pidiendo auxilio, clamando al Señor por su bendición para salir del trance, por salir vivos de aquel estremecimiento que nunca habíamos sentido en todos nuestros años.
Yo escuchaba cómo desde abajo la tierra tronaba, como si se fuera a desbaratar, como si se fuera a romper en pedazos y con ello nos rompiera también a nosotros. Escuchaba también en la calle a la gente, a nuestros conocidos, lanzando sus ruegos para que la tierra detuviera su temblor.
(A un lado, los jóvenes bailan para celebrar los veinte años de Karla, la hija del Flaco Sarabia, la hija de Sole. La fiesta es en su patio, el grupo musical se ha retirado, ahora suena la música grabada que sale de las bocinas llevadas por Fili y los de Caché. Son las diez de la noche, ha corrido la cerveza, ha menudeado la botana: tortitas de macabil, minilla de cazón, ensalada de camarones, ombligo de lisa. Ha reventado feliz la alegría de la juventud que hoy acompaña a la nieta de Na Vicenta, a la nieta de Ta José. Baja por las gargantas la michelada, el tequila, el vino blanco que alguien ha traído. La euforia reina en este pequeño mundo que es el solar del Flaco. Pero la Huera Tana acaricia a la mariposa negra del dolor, mientras apura un sorbo de amargo fermento.)
Tú no conoces ese miedo, Javier. ¿Verdad que no lo conoce, Jorge? ¿Verdad que no sabe cómo el corazón se retuerce ante la proximidad de la muerte? Veo que todas las cosas colgadas en las paredes se mueven, parece que alguien juega con ellas. Se caen las fotos, de la cocina escucho el estrépito causado por los trastes al azotarse en el suelo.
Pero mi hijo, mi hijo Marcos, mi alma, qué hago para salvarlo, es un niño y tiene que vivir. Dios, ayúdame, digo mientras intento abrir la puerta, mas no puedo, el temblor atrancó el seguro, y es que yo le pongo seguro a la puerta todas las noches, estamos solos los dos en casa, por eso el seguro puesto y que ahora se atora ¡Dios bendito!
En medio de todo este espanto no puedo caminar, la tierra se mueve tanto que no me deja dar un paso y amenaza con tirarme, por eso, como puedo llego a la hamaca, con una mano la agarro con firmeza, mientras con la otra abrazo a mi Marcos. Entonces mi esperanza se cifra en salvar a mi pequeño, lo cubro con todo mi cuerpo, me agacho y lo obligo a poner las rodillas en el suelo. Si el techo se cae, muero yo, pero salvo a mi hijo; ésa es mi idea.
Miro a la puerta asegurada en el momento menos oportuno. Por alguna razón viene a mi cabeza la imagen de mi difunto abuelo, campesino él, que siempre me protegía y me daba palabras de consuelo cuando me veía triste. Le digo: “abuelo, sálvanos, sálvanos a mi hijo y a mí, habla con Dios para que nos ayude ¡haz algo por nosotros!”. Desde sus infinitas arrugas el hombre me dice con un tono amable, con una voz calmada, como era él siempre: “No te preocupes, Mariá, todo va a estar bien, todo va a estar bien”. Y en ese momento, justo después de sus palabras, la puerta se abre.
Salimos corriendo al patio, salimos a la calle a encontrarnos con los demás que piden perdón a un Dios infinito, a un Dios misericordioso. Madre, mira cómo vienes –le reprocha una niña a la señora que anda con el torso desnudo al aire-, y la mujer se devuelve a la enramada de su casa para ponerse un huipil y regresar corriendo a reunirse con los vecinos.
Escuchamos que desde un carro lleno de soldados nos piden que vayamos al cerro, pues existe el riesgo de un Tsunami. Así que iniciamos la caminata hacia el Norte del pueblo. Llevo junto a mí a mi tesoro, a mi hijo.
No, Javier, no sabes lo que es sentir ese miedo. Tú estabas allá tranquilamente durmiendo, mientras que acá nosotros teníamos al espanto metido entre los huesos. Hace más de tres meses que ocurrió, pero todavía siento en la espalda el filo del miedo.
La Huera Tana levanta la verde botella, deja que el amargo líquido le moje la garganta, luego, con el dorso de su índice izquierdo, limpia algo que le molesta en los ojos. Fili y los de caché siguen con la música.
Santa María Xadani, treinta de diciembre de 2017.