La pesadilla migrante para alcanzar el sueño norteamericano
#Oaxaca, #5 jun (#IstmoPress)- Tres integrantes de una familia se preparan para emprender un viaje lleno de incertidumbre y esperanza, en el pueblo de Tungurahua, estado de Ambato en Ecuador. Es el mes de abril, el mundo hace conciencia por el día mundial contra la esclavitud infantil.
Al llegar a Bahías de Huatulco recuerdan la travesía desde que salieron de su hogar. Y la narran: Alexander, de 23 años es el hermano menor de 9 hijos. Su casa, modesta y sencilla es el reflejo de la situación económica que revela la necesidad de marcharse. Su madre, con 52 años, lo despide con la bendición de la Virgen María, mientras que su padre, de 55 años, aprecia la iluminación de la luna, sentado en el patio.
Mientras Armando, el hermano menor de Alex, se esconde de sus hijas y esposa, no quiere decir “hasta luego”. El ver el rostro de sus niñas, ante la noticia de dejarlas, lo haría cambiar de opinión. Así que, desde la Central Camionera espera a su hermano y sobrino.
Se aproxima la hora de partida y Brayan, de 22 años, sobrino de Armando y Alexander, se despide de su madre y hermanos. El llanto de sus dos hermanos menores no calma, y con dolor en su corazón se marcha.
A lo lejos Armando los ve llegar, les chifla para que ubiquen donde se encuentra. Ya juntos suben al autobús que los lleva directo a Colombia.
Ecuador es un país con zonas conflictivas, entre vacunadores que son extorsionadores y cobradores de día, conocidos comúnmente como cobradores de piso. La violencia de estos grupos criminales y la falta de oportunidades en su país de origen, ha obligado a sus habitantes a tomar la difícil decisión de migrar en busca de oportunidades.
Cuando llega el momento de bajar en la Central de Popoyán, Colombia, los enganchadores, conocidos como defraudadores les quieren robar. Entre forcejeo y amenazas no se dejan quitar el dinero destinado a pagar a la persona que los desplazará a Cali. Sin pensar, optan por tomar un taxi que los lleva en 30 minutos a Pasto, Colombia. Ya seguros de que los enganchadores no los siguen, suben al autobús que los lleva a Medellín, Colombia. Desde su salida han transcurrido tres días.
En cada momento, se comunican con su familia. Llegan a Medellín, buscan a la persona que los cruce en barco desde la Bahía de Necoclí a Acandí, para llegar a la selva Dariel y cruzar la frontera con Costa Rica. Antes de adentrarse a selva, el guía que los ayuda dice:
«No se separen en ningún momento, no deben ayudar al otro porque retrasarán al grupo».
El grupo queda advertido. Al adentrase en la selva, los rodean árboles gigantes, culebras, ríos, rocas, barrancos, animales salvajes y cuerpos sin vida.
«La cantidad de cuerpos sin vida es incontable, además las historias que se dicen del lugar son terribles, ya que los policías y guerrilleros cazan a los grupos de migrantes para matar, violar, robar o traficar la venta de humanos», narra Armando.
Durante la travesía Alex no sigue las reglas y ayuda a una integrante del grupo, para subir a un barranco de cuatro metros. El pie de la chica se tuerce y él sabe que si la deja sola puede terminar muerta. Entre su hermano y sobrino se turnan para cargarla. Al llegar la noche descansan en un sitio rocoso que está destinado para ellos.
La noche se les hace eterna, no pueden dormir por estar pendientes de los guerrilleros o una bestia de la selva, especialmente de pumas. La plática es su consuelo, porque por momentos olvidan el miedo. Entre la conversación unos mencionan ¿de dónde vienen?, ¿qué es lo que piensan hacer en Estados Unidos?, ¿por qué salieron de su país?, ¿a quiénes dejaron?
Pero el momento que marcó a Armando es cuando le preguntan al guía, ¿qué piensa hacer con el dinero que gana?
«El dinero que consiguen ustedes con el sudor de su frente, lo ocuparé para comprar un carro», responde el guía. El grupo se queda en silencio, un silencio incómodo durante el cual Armando reflexiona sobre estas palabras.
Al día siguiente, cuando el sol comienza a resplandecer, Armando, Alex y Brayan se apuran a cruzar la selva. Normalmente se cruza en una semana, ellos lo hacen en dos días por el miedo a pasar otra noche y enfrentarse al peligro. Apresuran el paso porque saben que es conveniente cruzar la selva de día.
«El peligro y miedo aterran porque si se pierden en la selva es difícil de salir. Es un miedo insoportable porque puede llover y eso retrasaría el viaje, porque en un minuto de descuido el río crece y se lleva lo que encuentra a su paso», exclama Alex.
Después de cruzar la selva Dariel, se encuentran en Panamá. Continúan hacia Chico Pequeño, en el lugar, los albergues de migrantes son un problema porque rebasan el límite. No hay control al punto de que los haitianos tienen su propio mercado. Después de pasar el albergue, siguen a la frontera de Panamá con Costa Rica. Hasta ese momento han transcurrido ocho días.
«Nosotros cruzamos rápido porque somos hombres fuertes, ya que nos hemos dedicado al trabajo pesado. Yo me dedicaba a la albañilería y pesca, mientras que Alex y Armando eran carpinteros», afirma Brayan.
en cuatro días cruzan Costa Rica, Nicaragua y Honduras, en este último país sienten alivio. La forma en cómo es el trato los anima a seguir adelante, reciben un lugar para descansar, comida y libertad para estar en el país. Siguen su camino y atraviesan Guatemala.
«Ahí, si te ven no saben qué hacer contigo, si reportarte, dejarte en el país o detenerte. En ese país dormimos en la calle, al igual que en Belice, en estos dos países pasamos hambre, porque no querían que retiramos efectivo», describe Armando.
Para ese momento ya cumplen 14 días de viaje. Se despiden de Belice para entrar a Tapachula, Chiapas, en México; el viaje es un día y una noche completa. Ahora para salir de Tapachula y llegar a Arriaga es difícil, ya que a medio camino el Ejército revisa el camión, y como son indocumentados los bajan.
«La emoción de ya pasar Tapachula, resulta que es denegada. Sin dinero, ni comida y transporte decidimos caminar de regreso», menciona Armando.
Esa noche las estrellas y la luna los acompañan en su desilusión.
Dos días tardan para llegar a Arriaga y enseguida abordan otro camión que los lleva a Juchitán, Oaxaca. A la mitad del camino hacia Juchitán, el Ejército Mexicano los vuelve a bajar. En el camino, ni una persona los quiere levantar, después de mucho caminar en la carretera, un hombre les da el ‘aventón’.
En confianza les ofrece comida y techo, ellos agradecidos aceptan. A la mañana siguiente él los lleva a la parada de autobuses y les da dinero.
Abordan el camión y, en el camino, Brayan pide a Dios para que no los vuelvan a regresar, y su oración sirve. Apresurados llegan y suben en seguida al carro que se dirige a Salina Cruz, para después llegar a Bahías de Huatulco.
Ya en Bahías comen lo que alcanzan, porque para ellos es cara la comida, después llegan a la Central Camionera para subir al carro que los lleva a Puerto Escondido; entre la espera conversan sobre lo duro que es cruzar México.
«Lo difícil ya lo hicimos, pero lo duro es aquí, en México, ya cruzamos 6 países en 14 días y aquí llevamos 5 días y no podemos salir», menciona Armando.
Entre la plática recuerdan a la chica que se torció el pie, ya que está en la frontera de Estados Unidos.
«Ella ya llegó porque pagó los retenes, claro, ella tiene dinero», menciona Alex.
«Pero nosotros vamos tranquilos, a nuestro paso», agrega Brayan.
Como no hay carro directo a Puerto Escondido, eligen una suburban que los lleva a Pochutla.
Cuando lleguen a Pochutla viajarán a Puerto Escondido, luego a la ciudad de Oaxaca, después Puebla y al final a la capital de México, desde los tres se dispersan, ya que allí los espera otra persona que los pasará a la frontera, porque corren peligro de ser descubiertos por ser familia. Pero, a pesar de todo, siguen adelante, con la certeza de que la empatía de los mexicanos, les brinde la ayuda necesaria para alcanzar sus sueños.
Saddi Martínez/ Estudiante de Ciencias de la Comunicación de la Universidad del Mar, Oaxaca