Adelina Martínez Salas, la Mujer Indígena que Desafió su Destino desde el Volante

Por Diana Manzo.

17 de febrero de 2025, San Juan Tanetze, Villa Alta, Oaxaca. Un nombre que podría pasar desapercibido en los mapas de muchas naciones, pero para quienes conocen su historia, su aire es un suspiro ancestral y su tierra un latido firme de resistencia.

En este rincón olvidado de la Sierra Juárez, donde las montañas se alzan con la majestuosidad de gigantes dormidos y el cielo parece susurrar secretos en lengua zapoteca, nació, el 25 de agosto de 1960, Adelina Martínez Salas.

Su vida, marcada por la lucha y la valentía, se convertiría en un símbolo de lucha inquebrantable frente a los límites impuestos por una sociedad que, a menudo, preferiría ver callada a la mujer indígena.

Criada en un hogar sencillo, pero rico en tradiciones, Adelina pasó sus primeros años rodeada por el aroma del café y las manos sabias de su madre, Agustina Salas Velasco, quien dedicaba su vida a la tierra, y su padre, Mauro Martínez Martínez, un hombre con las manos rugosas de tanto cortar carne, pero también con un corazón firme en sus convicciones.

Mauro, reflejo de una época donde el rol de la mujer se ceñía al hogar, negó a Adelina la oportunidad de educarse más allá de la primaria.

Mientras su hermano partía hacia la ciudad para recibir una educación formal, ella se veía confinada a la vida tradicional que se le había asignado. Sin embargo, lo que muchos consideraron un destino inevitable para una mujer zapoteca, Adelina decidió no aceptarlo.

A la edad de 16 años, Adelina se vio obligada a enfrentar una tragedia desgarradora que cambiaría el curso de su vida: su primer esposo, un joven trabajador en los cafetales, falleció después de ser mordido por una víbora. La tristeza la envolvió como una niebla espesa, oscureciendo los días y sofocando sus sueños.

Pero de la misma manera que el café de su madre nacía de la paciencia y el sacrificio, Adelina encontró en el dolor una fuerza renovada.

Decidió que su vida no podría seguir el mismo guion que la sociedad había escrito para ella.
En un giro casi premonitorio del destino, sus padres adquirieron un camión Ford rojo de 12 toneladas para el comercio de café.

Y fue en este camión, una estructura de metal y motores ruidosos que para muchos solo representaba un simple vehículo de carga, donde Adelina vio su camino hacia la libertad.

Un camino de 12 horas por los senderos empinados de la Sierra, un recorrido que no solo era físico, sino también espiritual. Aprendió a manejar el camión con la ayuda de Pancho Sosa, un hombre de paciencia infinita, y se convirtió en 1983 en la primera mujer en Oaxaca en conducir un camión de tal magnitud.

Este no era solo un acto de supervivencia, sino una declaración de independencia. Adelina, la mujer indígena de la sierra, ya no solo llevaba café a la ciudad.

Llevaba consigo la promesa de un futuro distinto, uno donde las mujeres no estarían relegadas al silencio de sus casas. Cada kilómetro recorrido, cada subida en la que su camión luchaba por avanzar, cada curva peligrosa que desafiaba la geografía de su tierra, representaba una lucha contra un sistema que intentaba callarla.

El peso del camión no solo era físico. El rechazo de la ciudad hacia su acento zapoteco, su vestimenta tradicional, su identidad, la golpeaba con cada paso. En los mercados de Oaxaca de Juárez, las burlas y las miradas de desprecio se convirtieron en algo constante. Y a pesar de ello, ella nunca cedió.

En un acto de protección hacia sus hijos, decidió enseñarles solo en español, para evitar que ellos también sufrieran el mismo desprecio. Pero en su interior, Adelina jamás renunció a sus raíces. La herida de su origen nunca fue algo que ocultara, sino que, por el contrario, decidió convertirla en su orgullo.

Pero las adversidades no terminaron ahí. Un enemigo mucho más cercano y personal apareció en su vida: el padre de su primer esposo. Consumido por el dolor de la muerte de su hijo, y
atormentado por la visión de Adelina prosperando, decidió vengarse.

En un acto de maldad sin justificación, incendió el camión que Adelina y su familia habían adquirido con tanto esfuerzo. El fuego devoró el vehículo que representaba su sustento, su independencia.

Esa noche, mientras las llamas engullían su trabajo y su sacrificio, fue la solidaridad de la comunidad la que la despertó, le mostró que la lucha aún no había terminado. Y a pesar de las amenazas, a pesar del acoso y la persecución que sufrió durante años, Adelina nunca dejó que el miedo la venciera.

Su fe en Dios y su amor por sus hijos fueron las cuerdas invisibles que la mantenían erguida, dispuesta a seguir adelante.

En 1985, Adelina, junto a su segundo esposo, Ramón Chávez, tuvo a su primogénito, Juan Carlos.

Con los años, dejó de conducir el camión, pero su labor como madre nunca se detuvo. Se dedicó a enseñar a sus hijos, no solo los valores de la resistencia y la tenacidad, sino también la importancia del sacrificio y la educación.

A través de su ejemplo, sus hijos crecieron con una comprensión profunda del esfuerzo que había costado abrir puertas para ellos.
Pero más allá de su rol como madre y conductora, Adelina Martínez Salas se convirtió en un símbolo de lucha por los derechos de las mujeres indígenas.

Su historia no es solo la de una mujer que desafió los límites impuestos por el destino; es la historia de una mujer que abrió caminos, que rompió con los mandatos de la sociedad y que demostró que las mujeres indígenas tienen, no solo la capacidad de soñar, sino de alcanzar esos sueños, por más lejanos que parezcan.

Hoy, el legado de Adelina sigue vivo. No solo en las historias que se cuentan en San Juan Tanetze, sino en cada mujer que alza la cabeza con el orgullo de saber que el futuro está en sus manos. La mujer del camión rojo ya no solo es una figura del pasado.

Su historia sigue marcando el rumbo de las nuevas generaciones, enseñándoles que, sin importar lo que el mundo espere de ellas, siempre hay un camino, siempre hay una oportunidad para quienes están dispuestas a luchar.

Este es el legado de Adelina Martínez Salas: un recordatorio viviente de que, por más oscuras que sean las noches, siempre hay una luz que puede guiar hacia un futuro mejor.

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