Geografía de mercado

Llegar al mercado, que es, casi la manera más fiable de conocer del lugar que uno pisa, andar un mapa imaginario, o un mapa que ni siquiera es reconocido, que lo haces en cuánto te internas, así pude disfrutar, llenarme de nuevos olores en la carne asada, en las barbacoas de chivo y borrego y las blandas de amarillo, chapulines molidos con sal y  chile y ya envasados, franca invitación a un mezcal.

Frutas amarillas, verdes, rojas y lila o morado de los camotes. Pregunté si están  teñidos, luego vino la respuesta inmediata “son así Don, señor, joven” y uno que otro piropo propio de las vendedoras, lo oyes solo ahí, como en Juchitán, a todos nos dicen güero, o huero, guda’ bixhoze’/ ven papá,  uno sabe de antemano que es solo una galantería. 

El mercado es bullicioso, pero no hay pregones, hay murmullo constante de las voces.  No hay altoparlantes, ni ofertas engañosas, que además se gritan de manera estruendosa. 

Lo que es más no vi ni un solo puesto de ropa de paca, ni productos chinos, algunos focos ahorradores de los que giran como en las discotecas de los 80’, tal vez, están ahí  por la temporada navideña. Varias mujeres y hombres ancianos traen a cuestas sus canastas de carrizo, barro rojo venidos desde Tlapazola, abundan ropa típica, cuelgan mandiles por las calles que pueblan esta geografía del mercado.   

Recorrí todo, me faltó detenerme, disfrútate cada paso, quise segur mis propio andar  hacia los olores de los panes color sol, panes con chispas de carmín endulzado.  Me detengo a mercar los turrones, la sonrisa particular del joven que las vende, es otro turrón.  Con este, identifico tres maneras de hacerlos, en San Blas Atempa, los hay en Juquila, los tres turrones son de base hojaldras, en San Blas, y acá son redondas, son rectangulares en Juquila, y a excepción de ahí mismo, los dos panes llevan relleno de coco, el de San Blas los rallados son caseros, y aquí en Tlacolula, son chispas de coco comercial.  

Lo hace especial el betún esponjoso que le da el nombre, es una torre, un volcán de espumas azucarada, y se decora con glaseado de carmín.  Medio andar y me da hambre, andar entre tanto olor, da hambre y trato de reprimir la sensación, quiero recorrer y descubrir más. Doy pasos y giro, me doy cuenta que estoy en el interior de la capilla de los Sacrificios, me quedo pasmado ante tanta ornamentación, lo espeluznante, ver santos decapitados,  un Jesús metido en triangulo,  y cuelga de cabeza, todo extraño para mí que olvidé que la fe se vive, y no se clama,  ni se contagia. 

Una voz dentro de la iglesia y frente al altar de la virgen que no conozco, me ofrece tomar una flor de los jarrones plateados, tomé una guía de nardo, pensando que es azucena, la elegí por ser la flor favorita de mi madre, la olí  de inmediato, puesta   en mi nariz, se acerca la señora de nuevo y me ofrece una vara de gladiola roja casi en capullo. 

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Enseguida me dice que a los que van por primera vez (me pregunté como lo sabe ) les  ofrecen una flor, admiré el recibimiento y aproveché para saber sobre los santos decapitados, ella responde pausada “Son los apóstoles que por predicar la palabra de dios los degollaron” dijo, continuo “ahí”, señaló el sitio, le llaman capilla de los mártires” la interrogo sobre el cristo de cabeza, y responde “no es Jesús, no es dios, es otro apóstol” mi espasmo se prolongó, no podía más que sentir vergüenza por no saber ni siquiera que existiera en Tlacolula, una iglesia digno ejemplo del barroco del siglo XVI. 

Estaba ahí aun, mientras me pasmaba, me interrogó de donde venía, grosero y parco le dije de Oaxaca. “Pero eres del istmo” me retó, ¿Cómo sabes? Pregunté, “lo sé,  tu cara lo dice” me contestó y se alejó. 

Al estar solo, lloré, por muchas razones, por estar en paz, por saber caminar en esta  geografía de nuestra Oaxaca, por la alegría de estar, y por los sabores que encontré y los amores que he perdido y los que perderé. Las lágrimas quemaban mi cara, me ardía la vergüenza, por la pena de ocultar mi fe.  Por estas y otras razones lloré. Abandoné el recinto cargando las dos guías, no las solté hasta llegar a casa.   

El pasillo de la iglesia te lleva al mercado fijo, otro deleite que por ordenado me  deslumbró, nos hace ver que hasta en el mercado hay orden, paz, que bien que la iglesia se integre, al salir pregunté quién es la virgen que veneran. Me dijo la anciana “ella es  nuestra madre Santa María de la Asunción”.   

Se conecta el pasillo del patio central y todo se vuelve uno solo. Mercado, fe y las ricas nieves. Las hierbas son ese aroma que se presenta en manojo o un medidas diminutas  del almud, esta geografía, que se mezcla en un zapoteco, que casi se desvanece, las luces de los vestidos de las mujeres, sobre el vestido de color intenso, vi a una mujer portando un verde botella, un rosa mexicano, y un naranja casi amarillo, sobre esos colores, va el delantal florido. 

Un escalofrío recorre mi cuerpo cuando veo que una mesa sigue a la otra, en unas se desborda y cuelga la carne viva bel borrego o el chivo, luego los puestos de comida rodean el local, mesas de panes, que sonríen para llamar mi atención,  flores. Este orden es impensable en un mercado istmeño. ¿Será que a los de por acá nos gusta el caos? o ¿solo  nos gusta respirar aire puro, y de paso cobijarnos bajo el azul del cielo?  

Aún más ¿será solo un maniqueo de los líderes que ven el mercado, como otro jugoso puesto? Y ante ellos reina el caos, ver este mercado tan ordenado, no puedo más que asombrarme, me remito al mercado de mi pueblo Unión Hidalgo, que vive en la plenitud de la nostalgia. Un mercado que nos dejó el paso de los viajeros en tren. 

Tres mercados, el de la estación “7 de Noviembre”  que a mediodía deja de fruir  la vida, el del barrio Santa Celia, de igual manera bulle hasta antes de la tarde. El del centro que solo se usa por las noches. Ni uno huele como el de Tlacolula, que me guía  hacia la verdadera riqueza del mercado, parece ser obligación de todos no dejar  los bulliciosos morir, como este, donde el dinero se reinvierte en las manos de los vendedores,  los que ofrecen productos elaborados por su corazón, y no solo por sus manos. Y las calles nos advierte que están hechas para el trueque. 

Pasé por los puestos de plantas, hay muchas suculentas que se pusieron de moda por la Covid, o estaban ahí y uno no se daba cuenta, plantas con flores o son ellas misma las flores, órganos, hojas llamativas que nunca había visto, flores de cacao deshidratas listos para el téjate. Mucha novedad para un solo día. 

Me vine con el alma latiendo, vibrando y con un ánimo que no me conocía, ganas infinitas de volver. ¿Cuántas veces? Eso no importa. Lo importante es saciar mi antojo, no sé cuántas veces más, seguí andando para encontrarme con unos besos en las nieves, con puestos de venta desde 1941 como el de “Nevería Rosita”, esto solo ocurre en Tlacolula.    

El transporte que me regresó, también tiene su propio orden, hice fila para abórdalo, y en el trayecto nos acompaña una música de banda que te recuerda que la vida sigue, que hay mucho que disfrutar cada domingo como lo hace la gente de Tlacolula, desde siempre. 

 Víctor Fuentes 

 

 

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