NO HE QUITADO EL ALTAR, SHANDU’ YAA.

Nota: Este texto lo escribí el 12 de Noviembre del 2021, para mis amados tíos que murieron en pandemia. El tremor (sí, tremor, no temblor) ante la idea de publicarlo, se fue creciendo y por eso es hasta hoy que sale a la luz, deseo que todavía alcance a ser abrazo para todas las personas que transitaron muertes similares. 

No he quitado el altar y he intentado escribir esto por lo menos 5 veces, tampoco puedo. Lo que intento decir no tiene palabras, tiene cuerpo, tiene cuerpos //cuerpas rotas.

Lo que intento decir tiene piel agrietada, manos frías, estertores, pulmones colapsando, ojos fijos ante el primer aliento de la muerte.

Lo que estoy intentando decir no tiene palabras, tiene flores secas en el jarrón, tejocotes podridos, café con moho y no me atrevo a quitarlos, a tocarlos, a modificar la ofrenda que se va llenando de muerte, de una muerte real, no de la visita de nuestros muertos.

Lo que estoy intentando decir no tiene palabras, tiene cuerpo, cuerpos. Cuerpos a solas en su habitación de hospital. Cuerpos a solas sin poder entrar a esa habitación. Cuerpos a solas sin poder abrazarse, sin poder llorarse en el hombro ante la devastadora pérdida. Cuerpos sin poder despedirse, sin poder mirarse a los ojos, cuerpos sin mirar los ojos amados.

Yo nombro mis cuerpos: tía Chata, tío Godo, Gaby Puente, Félix, Érika… cuerpos sin despedida, sin abrazo, cuerpos arrebatados por la eugenesia, cuerpos que duelen instalados en mi cuerpo.

Este es un texto que se sabe imposible, porque la raíz de su dolor es cuerpo y carne y no hay palabras para escribir esos cuerpos atacados por la soledad, el aislamiento, el miedo.

No existe lenguaje para la grieta abierta entre nosotros, los cuerpos vivos que no pudimos constatar su muerte, y ustedes, amados cuerpos que no pudieron constatar nuestra vida y nuestro acompañamiento.

Su espanto y nuestro espanto separados. Cuerpos de pandemia.

Muertos de pandemia; sin abrazos, sin cantos, sin flores, sin café y madrugada para pararse afuera del velatorio a que empiece a entrar la realidad de la muerte mientras cala el frío.

Muertos sin abrazos, muertos arrebatados de nuestro horizonte. 

Este texto no debería ser escrito y sin embargo aquí está intentando adquirir corporeidad, tener pulmones, colón, páncreas. Intentando sentir el galope de la sangre por las venas. Intentando constituirse en sistema digestivo, volverse casa/estómago, casa/riñón, casa/ columna vertebral para esos amados cuerpos que nos fueron arrancados de tajo, sin poder despedirnos.

Lo que quiero decir no tiene palabras, tiene cuerpos. Quizá por eso no he quitado el altar: mi “texto” es el altar. 

Lo que necesito decir lo dice el altar con sus flores secas, con su agua podrida de días, con sus mandarinas y manzanas y mangos, cuerpos frutales en descomposición. En proceso de muerte que sí puedo testificar, palpar tocar.

No como mis amados cuerpos a los que se nos prohibió abrazar. Nuestros amados cuerpos arrebatados del horizonte común. Nuestros amados cuerpos siendo cuerpos sin testigos.

Más de 300* mil cuerpos. Para cada uno un altar.

Pienso en el dolor tejido de todas las personas que tenemos muertos de pandemia. Todos los cuerpos vivos en el terror de no haber podido dar ese abrazo La grieta abierta entre nosotros y nuestros amados muertos. La grieta que ahora llenamos de flores, ofrendas, canciones, mezcales. Por fin tuvimos nuestro rito de paso, por fin pudimos acuerpar su muerte, recibirla, compartirla. Por fin pudimos, de algún modo -casi psicomágico-, tocar sus cuerpos al poner cada flor del altar, al construir el camino de llegada, al acariciar sus fotos. Sus fotos de primer noviembre en la ofrenda familiar.

Este texto -este texto que no debería existir porque no lo dicen ni constituyen las palabras- es para mis amados cuerpos muertos, pero también para los de otros, para cada cuerpo muerto en pandemia, para cada cuerpo vivo que no pudo abrazar, tocar, mirar, decir te amo, gracias, no tengas miedo.

Este texto es para todas nosotras, que estamos desgarradas por lo que nos fue arrancado de una manera que aún no alcanzamos a comprender; para todas aquellas personas que estrenamos este modo horrendo de morírsenos los amados; para todas aquellas que aún no logramos comprender (porque no es comprensible) esta manera de perderlos. 

Nadie nunca, nunca, n u n c a, imaginó que la muerte pudiera ser más muerte, pero sí podía. Podía ser esa muerte/desgarradura/extracción/irrealidad.

Muerte qué hacemos ahora con nuestro llanto si no podemos llorarlo sobre nuestros muertos.

Este es un texto para quienes no pudimos empezar a despedirnos hasta este 2 de noviembre, y es lo más cercano a un rito de paso que vamos a tener. Para todas las personas que no pudieron poner el altar, para todas las personas que todavía no podemos quitarlo.

Para todos esos cuerpos que somos dolor y confusión y no encontramos -porque no las hay, carajo, no las hay- palabras que expliquen cómo es el hachazo de la muerte sin muerte que constatar. 

La muerte sin cuerpo que abrazar. La muerte a solas. La muerte de pensarles a solas, de saberles/nos a solas.

Este texto intenta ser pulmones, corazón, fuelle, estómago, para todas las personas que este 2 de noviembre (o el anterior) pusieron la primera ofrenda para un ser amado: cuerpo no abrazado, cuerpo pandémico. Para todas nosotras es que intento escribir lo inescribible*, lo que solo puede ser cuerpo.

Y quiero decirnos que cada ofrenda fue haciendo parte de una enorme ofrenda colectiva en la que los miramos y nos miramos entre nosotras, por fin pudiendo mirar, tejiendo una enorme cobija con nuestra desgarradura, acuerpando, encarnando nuestras muertes para que dejen de ser tan a solas y sean de todas y nos acompañemos a poder -quizá- empezar a despedirlos.

Nos abrazo. Algo de lo que no hay retorno nos ha habitado, pero a la vez podemos habitacionarnos de esta otra corporalidad colectiva en la que -sin conocernos ni vernos- nos intuimos en el ritual compartido.

Abrazo a cada uno de esos cuerpos vivos que, con manos temblorosas, pusieron por primera vez una foto en la ofrenda y abrazo a cada uno de esos cuerpos muertos, amadísimos. 

Los abrazo por cada una de nosotras, para constatar su muerte, para poder por fin constatar su muerte, y a través de constatar su muerte constatar su vida y habitarla.

* Nota al pie: Esa era la cifra oficial de muertos en aquel entonces.  Hoy es de 653,000 (según estadísticas de exceso de mortalidad del INEGI) aunque se calcula que en realidad estamos hablando de 1’959,000 muertos; si, como se ha dicho, la cifra oficial debe ser multiplicada por 3 para tener el número exacto.  

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